Ubicados en la puerta del sur a Madrid, esta zona recibe el nombre de Atocha desde el s. XIX. Aquí terminaba el Camino Real de Alicante, con carros cargados de cáñamo que llegaban a la capital desde la zona levantina, dónde se cultivaba dicha fibra en parajes conocidos como “atochales”, plantas utilizadas en la España de la época para hacer sogas o esteras.
Vecinos del ministerio de Agricultura y Pesca; joya arquitectónica de Ricardo Velázquez Bosco, el local se sitúa en el llamado “triángulo de oro”, formado por los tres museos más relevantes de la villa, a un paso de las Cortes, la Cuesta de Moyano, con el Jardín Botánico y el Parque del Retiro a dos pasos. Así encajó nuestra solera y nuestra ya emblemática fachada, en este escenario tan pintoresco del Madrid histórico.


El negocio arrancó gracias al esfuerzo y la pasión del abuelo Alfredo.
Listo como nadie, una bestia trabajando y un buenazo grandullón, “valía para un roto y para un descosido”.
Fue pastor, minero, y un excelente luchador de lucha leonesa que, gracias a su esfuerzo, sacó a toda su familia adelante.
Después de que la Guerra Civil interrumpiera su juventud, como la de todos los chicos españoles de entonces, llegó a Madrid con una maleta de madera, su gabán y 45 pesetas en el bolsillo.
Ahí fue empleándose en la hostelería de entonces: dura, muy dura. Pero muy bonita también.
Consiguió ahorrar hasta abrir varios bares, entre ellos, el primer bar El Brillante, en la calle de Eloy Gonzalo, en 1952, y posteriormente este local junto con otros del mismo nombre en varios puntos de Madrid. Esta red fue posible en aquellos años 50-60, no sólo gracias a las capacidades del abuelo, sino también a compañeros y empleados que, para él, fueron familia.
Escucharle hablar de ellos y de su trabajo era una maravilla y una lección continua, con humildad pero con seguridad, con inteligencia y con pasión. Ojalá los que pasemos por aquí sepamos cuidar su legado como él lo hubiera hecho siempre.
Bienvenidos a nuestra casa.

El local consta de dos partes diferenciadas por alturas distintas. En la parte de la salida a Atocha se encontraba el ya famoso Bar Alegría, que contaba con un bellísimo mostrador modernista, una sala amplísima y una tecnología muy avanzada para la época (1911). La otra parte del Bar que hoy da al Museo Reina Sofía, era también otro negocio de hostelería previamente.
Estos locales de principios del siglo XX estaban dotados con varios grifos de bebidas cuyos conductos originales alimentan a los actuales, depósitos de hielo en bloques para expedir los refrescos fríos, fregaderos automáticos que facilitaban la limpieza de vasos en ausencia de lavavajillas y cafeteras con presión de 1,5 atmósferas, que pasaban el agua dos veces por la masa del café arrastrando todos sus aceites esenciales, lo que se traducía en un mayor aprovechamiento del mismo y un sabor más condensado.
El modernismo del local atraía a la clase alta, artistas, toreros y cómicos del inicio del siglo XX, aunque nuestro público siempre ha sido variado como en la actualidad.
Históricamente, “aquí cabemos todos”.

La hostelería fue avanzando con los años pero esto sólo hacía el trabajo un poco menos físico. Los bloques de hielo de 1,5m de altura se picaban todos los días para enfriar los serpentines de cerveza, los barriles que cargaba el equipo eran de 100 L. y se pinchaban con espadines de una manera muy arriesgada y complicada. El bar ha ido evolucionando, y el equipo con él.
Estas paredes han sido testigo de generaciones de personas que, con su trabajo, han hecho posible lo que el bar es hoy. Nosotros sentimos profunda admiración por las gentes de esta casa, por todos los que antes de nosotros se han “dejado el lomo” y los que hoy siguen haciendo posible que el Bar salga adelante un día más.
Bravo por la maestría de nuestro equipo: camareros, cocineros y churreros “de toda la vida” que abren el telón y lo cierran día a día.

Y así, tras décadas de historia, llegamos al presente. Hoy, cuando lo “neocastizo” reina, elegimos el camino más difícil: conservar la esencia, la realidad de lo que somos y de lo que la hostelería de Madrid fue. El tiempo avanza pero seguimos decididos a mantener aquello por lo que se nos reconoce, a nosotros y a unos pocos más que aún sobreviven en la capital: la autenticidad de quienes simplemente ofrecen lo que son.
Este bar no es sólo un testigo del pasado, sino, esperamos, guardián del futuro. Un escenario vivo donde siempre existirá el trasiego, el caos cotidiano de las voces cruzadas, los chascarrillos entre risas, el refranero popular, las servilletas caídas en el suelo…
Aquí el trato es cercano, directo, sin adornos, porque en este rincón de Madrid lo auténtico no se disfraza. Así ha sido y seguirá siendo, un lugar donde se vive a bocados, y donde cada persona que entra en él forma parte del mundo que hace ser a el Brillante lo que es.